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ARTÍCULOS

La Ira de Dios

Preservando la argumentación de la Escritura, la definición de la “Ira de Dios” es de forma sustancial la reacción repulsiva de Dios ante el pecado. Si la “gracia” es Dios actuando con misericordia, La “Ira” de Dios, es su aborrecimiento profundamente personal de la maldad.


La ira de Dios, entonces, es casi enteramente diferente del enojo humano. No significa que Dios pierde la calma o que incluso obra en forma malévola, rencorosa o vengativa. Lo opuesto a la “ira” no es el “amor” sino la “neutralidad” ante el conflicto moral, y Dios no es neutral. Por el contrario, su ira es su santa hostilidad hacia el mal, su negativa a acomodarse a él; es su justo juicio sobre el mal.(1)


En un sentido general, la ira de Dios se dirige solamente contra el mal. Nosotros nos enojamos cuando nuestro orgullo ha sido herido; pero en el enojo de Dios no hay resentimiento. Nada despierta su enojo salvo la maldad, y la maldad siempre logra hacerlo. Más particularmente, Pablo escribe que “la ira de Dios se revela contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con su maldad detienen la verdad”. (Rom. 1:18)1


Sin embargo, la ira de Dios no está dirigida contra “la impiedad e injusticia” en el vacío, sino contra la impiedad e injusticia de quienes con su “maldad obstruyen la verdad”. No es sólo que hacen el mal, a pesar de que saben lo que tienen que hacer. Se trata de que han tomado una decisión a priori de vivir para sí mismos, antes que para Dios y los demás, y por consiguiente, deliberadamente anulan cualquier verdad que representa algún desafío a su egocentrismo.1


La mayoría de nosotros piensa que la ira es un estado en el que una persona está fuera de control. Es cuando la persona pierde el control. Lanza palabras fuertes y puede inclusive recurrir a la violencia. Pero esa no es la idea bíblica. La palabra griega que se usa más a menudo para hablar de la ira de Dios no es la que se refiere a un impulso de enojo que pronto se pasa, sino a una firme y definida oposición a todo lo que es maligno. La ira de Dios nunca es impulsiva, no se debe a la falta de control, y tampoco es fuera de proporción a una situación. La ira de Dios es la contraparte natural de la Santidad de Dios. No podemos decir que Dios es puro y Santo y creer que Dios no odia el pecado. Si Dios no odiara el pecado, no podría ser santo.


Este es precisamente el argumento en los primeros tres capítulos de Romanos, donde sistemáticamente el apóstol Pablo demuestra que los paganos, la gente moral, y la gente religiosa son pecadores que merecen la ira de Dios y que por lo tanto, Dios la manifiesta desde los cielos contra todos los pecadores e impíos que apartan la verdad de Dios de sus vidas, como lo describe Pablo en el siguiente texto:


“Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad; porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa. Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén. Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza, y de igual modo también los hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío. Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen; estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia; quienes habiendo entendido el juicio de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no solo las hacen, sino que también se complacen con los que las practican”. (Rom. 1:18-32)


Así que, “La ira de Dios es semejante a un turbión reservado para el presente; las aguas aumentan más y más, y se elevan cada vez más y más, hasta que de pronto el agua encuentra un escape; y mientras más tiempo haya estado atajada el agua, más veloz y más fuerte es su curso cuando es liberado. Es verdad que el juicio contra nuestras malas obras no ha sido aun ejecutado; las aguas del juicio de Dios han estado atajadas; pero nuestra culpa mientras tanto, sigue creciendo, y cada día estamos amontonando más ira; las aguas están subiendo constantemente, y tornándose cada vez más y más fuertes; y no hay nada más excepto el beneplácito de Dios que mantienen las aguas. Ese turbión no quiere que lo atajen más, y presiona fuerte hacia adelante. Si Dios sólo retirara su mano de las compuertas que lo detienen, inmediatamente las aguas de la ira de Dios volarían barriendo todo con incontenible furia, y vendrían sobre nosotros con su omnipotente poder; y si nuestra fuerza fuera diez veces mayor de lo que es, y aunque fuera mil veces mayor de lo que es, no sería nada para resistir la ira de Dios.”2


Esa es la expresión de la Ira de Dios que ha sido derramada en Jesucristo, el Hijo de Dios, en la cruz del calvario. Dios indignado por los pecados que quisieron cometer sus criaturas, expresa su furia y oposición absoluta al pecado, siendo Cristo el Señor el receptor de esa furia, por amor a nosotros los pecadores; puesto que Cristo quiso tomar nuestro lugar en la cruz, para que creyendo en Él y en su sacrificio seamos reconciliados con Dios el Padre y para que ahora los creyentes e hijos de Dios como nosotros podamos disfrutar hoy en día de su gracia y amor con que nos creó para ser como Él.

 

[1] John Stott, El mensaje de Romanos, ed. Adriana Powell, trad. David Powell, 1a ed. (Barcelona;Buenos Aires;La Paz: Ediciones Certeza Unida, 2007), 70. [2] Esteban Ulloa, “Presenta la faceta menos conocida del carácter de Dios”. Nahum 1:1-8; Baptist, 2003

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