“Elección divina: El decreto de Dios.”
Desde niños en muchos casos hemos sido sometidos a la presión que nuestro comportamiento dictamina como nos va a ir en nuestra vida. Lo que radica desde si estudiamos para sacarnos una buena nota, o si tomamos las decisiones correctas como para no caer en malas acciones como la drogadicción o delincuencia. Y en nuestra juventud no nos encontramos ajenos de aquello. Es una etapa de la vida en donde debemos tomar decisiones. Estas varían en cosas como: “¿Qué carrera debería estudiar?, ¿Esta amistad me conviene o aporta en mi vida?, ¿Es esta la persona con quién me voy a casar?”, etc. Y si tomamos las decisiones correctas quizás podremos gozar del beneficio de aquello y complacernos en el camino que nuestra vida ha tomado sintiéndonos conformes o realizados debido a que “nuestro esfuerzo” nos ha llevado ahí. Sin embargo, debemos encontrarnos con la dura realidad que en la vida espiritual (si decimos ser creyentes), no funciona de esta manera, y somos confrontados con la realidad de un Dios que es completamente soberano y no está interesado ni en tu esfuerzo, comportamiento o una toma correcta de decisiones para definir el destino eterno y salvar tu alma; recalcando entonces que si somos “Creyentes”, eso involucra para nosotros dar un fruto digno de nuestro llamamiento y ser imagen de Cristo, o de lo contrario podríamos estar dando evidencia de estar en el hemisferio incorrecto y que nuestra vida acabe en el castigo eterno (Rom. 8: 29).
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo” (Ef. 1: 3 – 4 RV60).
Escogidos por Él: En el comienzo del caminar es normal creer que nosotros tuvimos la facultad de escoger si queremos seguir a Dios, y es aquí donde nos encontramos de cara con una realidad en la escritura cuando nos dice: “No me escogieron ustedes a mí, sino que yo los escogí a ustedes” (Jn. 15: 16 NVI), lo que viene a confrontar de manera enorme nuestro orgullo, porque se supone que nosotros estamos actuando, obedeciendo o privándonos de ciertas cosas para conducir nuestra vida en coherencia a la decisión de ser “Cristiano”, pero ¿Tenemos realmente la capacidad de proceder de esa manera en nuestra vida?.
La evidencia bíblica viene a aplastar completamente nuestra “capacidad de acción”, y se encarga de recalcarnos todo el tiempo nuestra insuficiencia frente a Dios, ejemplo que podemos ver desde el comienzo de los tiempos en Génesis 6: 5, cuando Jehová menciona refiriéndose al hombre que “toda la intención de los pensamientos de su corazón era sólo hacer siempre el mal” (LBLA). El libro de Romanos es mucho más tajante al decirnos “No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Rom. 3: 10 – 12 RV60).
Entonces si nadie quiere honrar a Dios, nadie a su vez debería ser salvo; ya que como seres humanos estamos destinados a fallar y pecar. Por lo tanto, no hay ninguna acción previa o condición cumplida por el hombre que satisfaga a Dios para que Él decida escogernos, sino que su elección se centra en la naturaleza personal del amor de Dios, y en la decisión soberana de otorgar una salvación que ninguno merecía; ya que no se consigue ni se demanda, sino que viene por pura gracia (Ef. 2: 8 – 9); y es más, fuimos escogidos incluso antes de saber hacer lo bueno y lo malo (Rom. 9: 11)
Nadie merecía la salvación, y aun si Dios no decidiera salvar a nadie no podríamos increparle nada, porque la paga por nuestros pecados y transgresiones es la muerte (Rom 6: 23), y estaría actuando en justicia. Sin embargo, a pesar de toda nuestra maldad fuimos predestinados por Dios desde antes de la fundación del mundo para ser salvos (Ef. 1: 4; 2 Ts. 2:13), teniendo misericordia de quien él quiere tenerla y no de quién cumple con ciertas condiciones o méritos, sino basado en quien a Él le complace entregar el beneficio (Rom. 9: 13). Por lo que la “Elección Divina” depende de la libre elección y voluntad de Dios, quien es soberano y escoge por puro afecto de su voluntad (Ef. 1: 5), y cuando dice “puro” es haciendo referencia a algo que no está mezclado con nada. Dios nos escogió y nos predestinó de manera incondicional, conociendo desde antes que seríamos incapaces de serle fiel y que le fallaríamos (Rom. 8: 29), no había nada en nosotros que nos hiciera “dignos” de ser elegidos (Rom. 5: 6 – 8).
Es así entonces como dejamos de ver un evangelio humanista, que se basa en el hombre y su necesidad de ser complacido, sacando todo mérito y toda dependencia del individuo y colocando el foco en la misericordia de Dios.
“En amor habiéndonos predestinados para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad… con la cual nos hizo aceptos en el Amado” (Ef. 1: 5- 6 RV60).
Precio de la elección: Existe un factor muy importante en medio de todo esto. Si somos completamente pecadores, y no merecíamos oportunidad alguna de salvación, podríamos decir entonces que ¿Dios ignora nuestros pecados para poder elegirnos?, y la respuesta a eso es un rotundo NO. Por lo que para poder comprender la naturaleza de la elección de forma completa (la cual descansa de forma absoluta en Dios) debemos tomar en cuenta al mediador, quien es Cristo, el Hijo de Dios, que a su vez es Dios mismo (Jn. 14: 9; Col. 1: 15 – 17).
Nos encontramos frente a un Dios que es completamente justo, por lo tanto, la justicia amerita que el pecado sea castigado y peor aún, sea pagado con muerte (Rom. 6: 23). Y es que “Dios es juez justo, y está airado contra el impío todos los días. Si no se arrepiente, él afilará su espada; Armado tiene ya su arco, y lo ha preparado” (Sal. 7: 11 – 12). La justicia por él pecado ya fue pagado con muerte y la espada afilada ya fue enterrada, pero no con nosotros quienes legítimamente debíamos pagar por nuestra maldad, sino una vez más dependió de Dios, quién para poder salvar a quienes escogió, se glorificó en aquellos que merecían condenación, salvándolos al costo de la vida de su Hijo, en quien Dios se deleitó al castigarlo, porque sabía que la aflicción del alma de Jesús nos daría la completa salvación (Is. 53: 10 – 11).
El pago de nuestra elección fue realizado por el único quien jamás falló ni pecó, pero lo hizo por misericordia y amor de nuestras almas, para ser aceptos en él (Ef. 1: 6), porque sabía que nosotros no hubiéramos querido ni corrido por agradar a Dios (Rom. 9: 16), y su amor es tan grande que no rechaza a nadie que venga a él, pero no vamos porque no queremos (Jn. 6: 37).
“Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos… para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado” (Ef. 1: 4 – 6 RV60).
Nuestra respuesta: Este pasaje nos anuncia una verdad hermosa, y es que ahora que somos escogidos en su soberanía y expiados a través de Cristo para alcanzar la salvación, fuimos adoptados dentro la familia de Dios como hijos suyos. Pero como hijos no estamos llamados a dormir o vivir una vida de manera ligera, si no justamente a obedecer al llamado del evangelio que se efectúa en el alma del creyente producto de la elección soberana de Dios (1P. 1: 2) lo que conlleva imitar el comportamiento de nuestro Padre, a manera de cumplir el propósito con el cual fuimos creados, el cual es ser a imagen y semejanza de él (Gn. 1: 26), y también adorarle en espíritu y verdad (Jn. 4: 24).
Como aprendimos en el punto 1 (“Escogidos por Él”), nuestro corazón es completamente perverso y eso es algo que Dios tiene muy claro, sin embargo, eso no es un factor que nos imposibilita alcanzar la santidad ni mucho menos una licencia para seguir pecando, sino que ahora que nuestros pecados han sido derrotados a través de La Cruz, somos capacitados por Cristo para poder luchar y abandonar nuestra vida pecaminosa y corrompida; y así entonces actuar con la respuesta que Dios diseñó y espera de uno de sus elegidos, el cual es ser “santos y sin mancha delante de él”. Vemos entonces por medio del texto que para el creyente la santidad no es opcional, sino parte del diseño de Dios y una evidencia clara de una vida rendida a los pies de Cristo, por lo que nos llama a negarnos a nosotros mismos y seguirle (Mt. 16: 24; Lc. 9: 23), haciéndonos ver que somos capaces de vivir una vida de forma piadosa batallando cada día con el pecado y vencerlo, pero solo a través de él, por lo que podemos descansar en el hecho de que él mismo Señor y no otro, tomó el control de nuestra vida y salvación desde el principio, eligiéndonos (Ef. 1: 3), revelándose a nosotros (Hch. 13: 48; 2Co. 4: 6), y habiéndo concretado eso, sigue gobernando nuestra vida llevándonos cada vez más a la santificación, la cual es parte de Su voluntad para nosotros (1Ts. 5: 18). Ésta fue comenzada por él, y podemos confiar en que la terminará de manera perfecta (Fil. 1: 6), pues nos estrega la promesa de un corazón y un espíritu nuevo, los que ya no tendrán los ídolos que nuestra carne pecaminosa intenta mantener enraizados en nuestro corazón, sino que serán puestos nuevos afectos y deseos, los cuales nos conducirán a andar en los estatutos de nuestro Dios y ser dignos de nuestro llamamiento en él (Ez. 36: 25 – 27).
Por lo tanto, dicho esto es momento de preguntarnos: ¿Estamos realmente reflejando a Cristo en nuestra vida? ¿Nuestros deseos y afectos están alineados con la voluntad del Padre (Santificación)? ¿Tu vida está dando evidencias de ser realmente escogido por Dios para salvación?
Esperamos que este pequeño artículo haya sido de bendición para tu vida, y rogamos que pueda llevarnos a reflexionar y caer rendidos a los pies de Cristo ante el incomparable amor y soberanía de Dios.
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