“El susurro de la culpa y la voz del perdón”
Bíblicamente hablando, se puede comprender la culpa como una infracción de la ley por la que se merece castigo. Esta infracción no solo se refiere a aquellas cosas que hacemos sabiendo que Dios nos lo ha prohibido, sino a aquellas cosas que pensamos o decimos, pues Dios es capaz de escudriñar hasta lo más profundo del corazón.
Desde los tiempos de Adán la humanidad ha tenido que batallar con la culpa, y es que debido a la caída en Edén, el pecado entró al mundo y desde ese día nacemos naturalmente pecadores. La Palabra de Dios nos dice que todos pecamos y estamos destituidos de la Gloria de Dios (Ro. 3:23), ¡Todos somos culpables de pecado! Más a través del sacrificio expiatorio de Cristo, fuimos justificados gratuitamente por Su gracia(Ro. 3:24), y esta justicia es manifestada por medio de la fe en Jesucristo (Ro. 3:22). De esa manera, cuando nosotros estábamos muertos espiritualmente, nos dió vida juntamente con Cristo (Ef. 2:5), no por obra ni mérito alguno, sino solo por gracia por medio de la fe en Cristo, pues la salvación es don de Dios (Ef. 2:8).
Eso fue solo el comienzo de la historia, porque ya habiendo nacido de nuevo, tenemos que batallar con aquello que el Apóstol Pablo llama el pecado que mora en mí. Hay restos de pecado en nuestro corazón y debemos batallar día a día con él.
Si tuviera que establecer cuál es el peor enemigo para los Cristianos, diría que nosotros mismos, específicamente, nuestra carne, pues si bien, Satanás puede tentarnos y ejercer presión desde fuera, y claramente es más poderoso que nosotros, Cristo tiene mucho más poder, Él nos sostiene con su mano y en Él somos más que vencedores. Además, Dios nos ha dado medios con los cuales nosotros podemos hacer frente al enemigo, la armadura de Dios por ejemplo. Pero el pecado que mora en nosotros viene desde nuestros propios pensamientos, desde nuestros deseos e impulsos y estos nos incitan a hacer lo malo ante los ojos de Dios, ¡Que enemigo más formidable!
Cuando vamos avanzando en los caminos que nos ha trazado nuestro Señor, todo va bien hasta que nos encontramos con este enemigo formidable y nos derrota, todo va bien hasta que caemos en alguna de las trampas del enemigo y nos atrapa, todo va bien hasta que dejamos de velar y orar y caemos en pecado. Lo peor, que uno de los primeros en aparecer cuando pecamos es Satanás, pues le encanta acusar a los escogidos de Dios, la voz del enemigo susurra incesantemente día y noche, nos dice: ¡Oh, pero cómo es posible que hayas caído!, ¿Acaso no eres tú Cristiano? Mira lo que hiciste, ¿Qué pensará Dios de ti? Solo mereces Su castigo, esta vez, no creo que te perdone, mejor abandona sus caminos, no vale la pena seguir si vas a fallar de esa manera. Es en esos momentos que podemos experimentar el miedo más terrible que un Cristiano puede experimentar, el miedo a ser castigados eternamente por Dios.
También aparece el susurro de la culpa en nuestros pensamientos, esa culpa que nos incomoda, que nos paraliza y nos detiene en nuestro progreso espiritual, que entorpece nuestra comunión con Dios, que nos hace dudar hasta el punto de cuestionarnos si somos realmente cristianos, y lamentablemente no estamos luchando de la manera correcta contra esa culpa y los sentimientos que surgen de ella, estamos dejando que haga con nosotros lo que quiera, dejamos que el enemigo se ría de nosotros al ver que consigue sus objetivos.
Para manejar los sentimiento de culpa recurrimos a culpar a otros, a la sociedad, a las situaciones, empleamos excusas, evadimos y negamos el tema intentando hacer como si no hubiera pasado nada, intentamos minimizar la situación y verlo como algo no tan grave, queremos huir de nuestra responsabilidad, ¡Queremos usar cualquier método para que desaparezcan lo más pronto posible esos incómodos sentimientos de culpa! y nos hemos vuelto expertos en endurecer nuestro corazón.
Tantos métodos que usamos para manejar la culpa, tantas energías malgastadas, pues la verdad es que la falta de sentimientos de culpa no nos exime de la culpa, la culpa solo desaparece cuando somos reconciliados con Dios. Y sabes que, te tengo una buena noticia, la reconciliación está siempre disponible, pues servimos a un Dios perdonador, y he aquí una esperanza para nosotros, la palabra de Dios nos dice que al corazón contrito y humillado Dios no lo despreciará (Salmo 51:17) ¡Cuán sublime es la Gracia de Dios!
Pero querido hermana y hermano, Dios no obliga a sus hijos a pedirle perdón, Él espera que lo hagamos voluntariamente, que nazca del corazón, Dios no quiere algo superficial, no quiere palabras vacías, lo que Dios exige es un arrepentimiento real, y el resultado de un arrepentimiento real, es perdón real.
Más de alguna vez hemos peleado con nuestros padres, más de esas situaciones lo más hermoso viene cuando nos toca ir a reconciliarnos con ellos y ellos nos dan ese abrazo tan lleno de amor y compasión que nos hacen sentir que todo está bien. Así mismo pasa con nuestro Padre Celestial, hemos sido rebeldes y Él está muy enojado con nosotros, más cuando nos acercamos a Él, entristecidos, humillados, reconociendo nuestro error, golpeando nuestro pecho y proclamando a gran voz: ¡Padre, contra ti, contra ti he pecado, sé propicio a mí, pecador! (Lc. 18:13), cuando nos acercamos de esa manera, Dios extiende su misericordia sobre nosotros y podemos llegar a sentir el abrazo tierno de un Padre que perdona a su hijo, en ese mismo instante sabemos que todo estará bien.
Arrepentirnos de corazón es importante, pero también es importante que lo creamos, pues a veces nuestro pecado es no creer en las promesas que Dios hizo sobre el perdón, le pedimos una y otra vez perdón al Señor sobre nuestra falta hasta que llega un punto dónde nuestra súplica de perdón se le hace molesta. Aferrémonos a las promesas de Dios y creamos de todo corazón que Dios nos perdona, pues la Biblia dice que si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados (1 Jn. 1:9), también nos dice que Dios tendrá misericordia de nosotros, sepultará nuestras iniquidades y echará en lo profundo del mar del olvido nuestro pecado (Miqueas 7:19). Pero tengan cuidado, que sus promesas no sirvan como una licencia para pecar, pues mayor será la ira de Dios sobre nosotros sí hemos de pensar de esa manera.
Que hermosa sinfonía es escuchar la dulce voz de Dios cuando nos dice “Tus pecados te son perdonados”. ¡Oh SEÑOR! ¿Qué Dios como Tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del remanente de su heredad? (Miqueas 7:18), A Ti sea la gloria por siempre.
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