(1 Tesalonicenses 5: 23)
En nuestro caminar por el evangelio, tendemos a pensar que hay ciertas tareas que son reservadas sólo para algunos grupos de personas dentro de la iglesia. Un ejemplo de eso podría ser mirar el pasaje de Efesios 4: 11, donde la escritura menciona que, dentro de la congregación, Dios constituyó evangelistas, pastores y maestros. A la luz de este texto podríamos llegar a pensar que la vida de oración y el estudio de la palabra, deben llevarla a cabo personas que cumplen con el requisito de estar dentro de ese margen; además de llevar una vida mucho más cercana al Señor, ya que son varones o mujeres que son “usados” por Dios a diario. Al mirarlo de esta forma, ¿Cuál es mi misión?, ¿Qué espera Dios de mi como hijo suyo?, o ¿Cuál es la voluntad de Dios para mi vida?
Hay una realidad en La Biblia que es hermosa, y que nos da la completa tranquilidad de que si hoy tuviéremos que fallecer nos iríamos a encontrar con nuestro magnífico Dios; ya que, al entregar nuestra vida a Cristo, nuestra condición de pecador ante Él Señor es cambiada. Somos sacados del mundo de pecado y adoptados en la familia de Dios siendo considerados santos ante Él. Su salvación no necesitó de ninguna intervención nuestra para ser ejecutada, sino fue perfectamente consumada por la sangre de Jesús, quién nos la dio como un regalo preciado e inmerecido que no nos será quitado.
Sin embargo, mientras permanezcamos en esta tierra Dios nos manda a buscar y vivir en su voluntad, lo que involucra de una manera imperativa nuestra santificación (1 Ts. 4: 3), la cual es un proceso progresivo en el que la persona va negándose más y más a sí misma, y a través de eso es siendo llevada a parecerse a Cristo. El deseo de Dios por nuestra santidad no solo se refleja en este verso, sino desde el comienzo de los tiempos cuando nos encontramos en la santidad del Jardín del Edén, la creación perfecta de Dios, con personas a quienes Dios les creó santos; pero que al haber pecado comienzan a alejarse de Él mostrando así que la santidad y el pecado no puedes cohabitar juntos. Pero tenemos la promesa de una restauración futura con la imagen de una Ciudad Santa al final de La Escritura a la cual llegarán los escogidos por Él.
Si hemos sido escogidos, justificados y ahora tenemos el Espíritu Santo de Dios, la vida en santidad para nosotros no es una opción. Y tenemos a lo menos 3 razones en la escritura para corroborarlo:
1. Dios pone en marcha en el corazón de sus hijos el proceso de santificación:
“Que Dios mismo, el Dios de paz, los haga a ustedes perfectamente santos, y les conserve todo su ser, espíritu, alma y cuerpo, sin defecto alguno, para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1Ts 5: 23 DHH).
2. Él único atributo de Dios llevado a una significativa relevancia (Santo, Santo, Santo) es su santidad, y es nuestro deber imitarle: “así que, todos nosotros, a quienes nos ha sido quitado el velo, podemos ver y reflejar la gloria del Señor. El Señor, quien es el Espíritu, nos hace más y más parecidos a él a medida que somos transformados a su gloriosa imagen” (2 Co. 3: 18 NTV).
3. Nuestra vida de pecado es destruida, y ahora somos ordenados por Dios a hacer buenas obras. capacitándonos con su espíritu: “Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra” (2 Tim. 2: 21 RV60).
Por lo tanto, podríamos decir que, si una persona profesa ser cristiana y en su vida nunca existe algún cambio en su corazón, es muy probable que no ha conocido a Dios aún. No está dando un fruto de arrepentimiento mostrando así que es salva, y por lo tanto no es cristiana. No es lo mismo una profesión de fe que una conversión real, pues es imposible que una persona regenerada y convertida permanezca sin cambios, porque la verdadera fe en nosotros debe traer un cambio en nuestra naturaleza de lo contrario invalidamos el fruto del espíritu Santo (Ez. 36: 26 – 27).
Si bien es cierto nuestra condición delante de Dios como santos se basa en la justicia de otra persona (Rom. 5: 1), aún como creyentes no somos completamente santificados. No existe una cura o salto milagroso que nos haga caer de inmediato a la vida cristiana perfecta. Debemos ser moldeados y formados por el espíritu santo para ser llevados a la madurez en Cristo, haciendo morir cada día más la carne y vencer el pecado que vive en mí (Mt. 10: 37). Nunca mientras estemos en este mundo vencemos por completo el efecto de la carne en nosotros. Debemos luchar con la carne la cual morirá completamente cuando entremos en gloria (1Jn. 3: 2).
“Como hijos obedientes, no se conformen a los deseos que antes tenían en su ignorancia, sino que, así como Aquel que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir” (1Pe. 1: 14 – 15).
Cuando le damos rienda suelta a nuestros deseos, estamos negando que somos hijos de un Dios Santo, puesto que no solo no estamos imitando su santidad, sino que estamos desobedeciendo a una ordenanza dada por Dios y amando más nuestro pecado que a Él y a su salvación.
Si somos creyentes, entonces nuestra vida ya no nos pertenece y está rendida a los pies de Cristo en humildad (Gal. 2: 20), y toda está en función de complacerlo a Él. Pero no podemos llevar esto a cabo si despreciamos los medios de gracia que Él nos dejo para que podamos santificarnos (disciplinas espirituales), porque es justo por esos medios que honramos:
Al Espíritu Santo que “habita” en nosotros.
El sacrificio de Cristo, quién murió por darnos libertad sobre nuestros pecados.
La Palabra de Dios, que nos advierte, enseña y muestra lo bueno y lo malo.
2 Pedro 3: 11 – 12, nos muestra que mientras esperamos la venida de Cristo, debemos ser piadosos y santos.
“puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán!”
Este pasaje no está en función de que, si pecamos seremos castigados, o arrojarnos al infierno sino en que, nuestra santidad es la muestra que no somos de este mundo, y nuestro hogar es el cielo con Cristo nuestro Dios; pero para eso, debemos ser santos porque somos representación de Dios.
La buena noticia para nosotros es que Dios nos hizo nacer de nuevo y somos protegidos por su poder (1 Pe. 1: 13 – 21). Poder por el cual podemos preparar de antemano nuestra mente por medio de su palabra para tener un juicio claro para accionar frente a las tentaciones y circunstancias del día a día. Lo cual dará para nosotros fruto del Espíritu Santo en dominio propio para cada vez más gobernar sobre el pecado y nuestra vida, dándonos la convicción de pecado por lo cual podremos arrepentirnos y ser perdonados por Dios, para así ir reflejando cada día de mejor manera a Cristo.
La santidad es una respuesta de obediencia reverente para aquel que dio la vida por mi rebeldía para ser un hijo de Dios por siempre.
“Así que, amados míos, tal como siempre han obedecido, no solo en mi presencia, sino ahora mucho más en mi ausencia, ocúpense en su salvación con temor y temblor”.
Filipenses 2:12.
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