La creencia bíblica es inevitablemente colectiva. Incluso antes de la caída, Adán no estaba completo solo: necesitaba compañía humana (Gn. 2:18). El aspecto colectivo dentro del propósito creativo de Dios se repite en el desarrollo de su propósito redentor. Sus pactos con Noé (Gn. 9:8, 9) y con Abraham (Gn. 12:1-3; 15:1-5; 28:14) claramente van más allá del individuo y abarcan a los descendientes inmediatos e incluso a “todos los pueblos de la tierra”.
El Antiguo Testamento es la historia de un pueblo y de toda la variedad de relaciones de Dios con Él. Es verdad que se destacan grandes individuos, y la relación personal con Dios en su gracia es también fundamental (Salmo 23:1; 51:10-12; Eze. 18), pero el contexto sigue siendo básicamente colectivo. La comunidad de creyentes es el suelo en que brota la fe personal y del cual se nutre. De ahí que la esperanza mesiánica tenga una dimensión colectiva en el Antiguo Testamento, donde el Hijo del Hombre y el siervo sufriente son figuras tanto individuales como colectivas (Dn. 7:13, 27; Isa. 42:1; 44:1). A la luz del cumplimiento en el Nuevo Testamento, vemos que la principal aplicación de estos pasajes es individual: se refieren al Señor Jesucristo. Pero es igualmente evidente que un Mesías aislado del pueblo mesiánico era algo inimaginable.
El Nuevo Testamento continúa este sentido de lo colectivo. Jesús viene para la salvación de un pueblo (Mt. 1:21). Reúne un grupo de doce discípulos que corresponden en número a las tribus de Israel. Claramente para Dios, estos discípulos son el núcleo del nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios que Jesús unirá a Dios en el nuevo pacto realizado a través de su misión redentora. Jesús se refiere explícitamente a la “Iglesia” que surgirá después de la culminación de su ministerio (Mt. 16:18; 18:17), y su última comisión prevee claramente una comunidad de fe y testimonio que habría de continuar (Mt 28:19).
El Pentecostés mismo fue básicamente comunitario (Hch. 2:1). Desde ese momento la experiencia de los discípulos se desarrollo en términos comunitarios (Hch. 11:26; 13:1; 14:23). El apóstol Santiago expresa, como Pedro, que la visión apostólica del propósito de Dios es, escoger de entre los gentiles un pueblo para honra de su nombre (Hch. 15:14).
Las Escrituras, pues, no saben nada de una religión individual. Pues nadie puede ser reconciliado con Dios sin ser también reconciliado con el pueblo de Dios, dentro del cual su experiencia de la gracia de Dios lo ubica inmediatamente. La soteriología (la doctrina de la salvación) está pues indisolublemente ligada a la eclesiología (la doctrina de la Iglesia). La cuál podemos ver definida en la Escritura a través de una variedad de realidades que le otorgan “Identidad a la Iglesia” y de las cuales revisaremos tres de ellas a continuación, con el fin de que reflexionemos en la gracia de Dios manifestada en el hecho de formar, sostener y dar estabilidad a su Iglesia desde siempre. Estas realidades son las siguientes:
La Iglesia es el Pueblo de Dios:
La revelación de Dios con su pueblo es el tema central del Antiguo Testamento, expresado en la repetida declaración: Haré de ustedes mi pueblo; y yo seré su Dios (Éx. 6:7; 19:5; Lv. 26:12; Jer. 30:22; Ez. 36:28; Os. 2:23). Esta relación comenzó con el pacto hecho con Noé (Gn. 6:18) y luego con Abraham y sus descendientes (Gn. 12:1; 15:1-19; 17:3-14). Este último fue confirmado más tarde, a escala nacional, en la época de Moisés (Éx. 6:6, 19-24) y de David (Salmo 89:3; 2 Sam. 7:12-17). Un pacto no significaba un contrato entre dos partes por el cual Dios estaba obligado por su pueblo; siempre era un pacto de gracia, un acuerdo en el que Dios era la parte iniciadora y determinante. Israel tenía asegurada la presencia y bendición de Dios en el contexto de su obediencia a Él.
El concepto de Pueblo de Dios continúa en la Iglesia del Nuevo Testamento: el Israel de Dios (Gál. 6:16). Pedro hace uso particular de la idea (1 Ped. 2:9; Tito 2:14), y la Biblia termina con la triunfante afirmación: “¡Aquí, entre los seres humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos serán su pueblo” (Ap. 21:3).
La relación basada en el pacto también continúa en el Nuevo Testamento. La Iglesia hereda las promesas de Israel sobre la base del nuevo pacto hecho por medio del sacrificio del Mesías, Jesús (Mt. 26:28; Lc. 22:20; Heb. 9:15; Jer. 31:31).
Algo del carácter esencial de “pueblo de Dios” está indicado por las dos palabras que se usan para ello en el Antiguo Testamento. La primera, qajal, significa una asamblea o congregación en respuesta al llamado de Dios (Éx. 35:1; Nm. 16:26; Dt. 9:10); esta palabra fue traducida por ekklesía (Iglesia) en la versión griega del Antiguo Testamento y, en consecuencia, es la clave para la idea de “Iglesia” en el Nuevo Testamento. La segunda, edah, significa la comunidad religiosa nacional a la que se entra por nacimiento (Éx. 12:3; Nm 16:9; 31:12). Los primeros cristianos vieron su precedente histórico en la idea dinámica de qajal, el pueblo de Dios congregado en respuesta al llamado directo de Dios.
En Jesús, el llamado de Dios que había constituido al pueblo de Dios en el pasado (Gn. 12:1; Éx. 3:1; Os. 11:1) volvió a oírse (Mt. 11:28; Mr. 1:14-20; Jn. 7:37). Después de la ascensión, ese llamado sigue oyéndose en el llamado del evangelio (Hch. 2:39; 2 Ts. 2:14). Al responder al llamado de Dios por medio del evangelio entramos en la Iglesia, el pueblo del pacto de Dios.
Estos antecedentes bíblicos implican que la “Iglesia” es fundamentalmente la comunidad viva de aquellos que han respondido al llamado de Dios, y en consecuencia no la estructura eclesiástica formal que viene a la mente con la palabra “Iglesia”. Esta última idea puede estar inevitablemente asociada con ekklesía, pero no es su esencia.
Ekklesía se usa en el Nuevo Testamento tanto para grupos locales específicos (Hch. 8:1; Rom. 16:16; 2 Ts. 1:4) como para la compañía universal eterna del pueblo de Dios (Mt. 16:18; 1 Cor. 15:9). La relación entre la compañía local de cristianos y la totalidad del pueblo de Dios es difícil de definir y no tiene paralelo humano, porque el grupo local no es simplemente una parte relativamente incompleta de la totalidad. El Nuevo Testamento enseña más bien que la Iglesia local, aun cuando está indisolublemente unida a todo el pueblo de Dios, no obstante es una Iglesia completa. Todas las promesas de Dios rigen para ella, y Cristo, Cabeza y Señor de la Iglesia, está plenamente presente allí (Mt. 18:20) al igual que en cualquier entidad más amplia.
La Iglesia es el Cuerpo de Cristo:
Esta figura, la que más agrada a Pablo, enfoca mejor lo que tiene en común el pueblo de de Dios. El “llamado” que los constituye es el llamado a creer en Jesucristo (el “Verbo” que se ha “hecho carne”) y, en consecuencia, a ser incorporados en Él, ser hechos miembros de su cuerpo. El concepto es evidentemente figurativo (Jn. 15:5; Yo soy la vid y ustedes son las ramas). La relación de la Iglesia con Cristo es en realidad muy estrecha; es una forma de unión orgánica por la que somos hechos uno en la vida y en el ser con Él (Col. 3:4).
A veces Cristo mismo es descrito como el cuerpo, mientras que nosotros somos miembros “en” Él (Rom. 12:5; 1 Cor. 10:16; 12:27). Pablo también maneja la imagen de una manera ligeramente distinta y presenta a Cristo como la cabeza del cuerpo (Ef. 5:23; Col. 1:18). Este no es un cambio fundamental, ya que Cristo sigue siendo el Señor de todo el cuerpo que le pertenece íntegramente.
Esta imagen también subraya la relación recíproca entre Cristo y su pueblo. Cristo reina a la derecha de Dios para la Iglesia (Ef. 1:22). Que él es la cabeza implica que toda nuestra vida y nuestro sustento provienen de Él; vivimos de Él, por Él, por medio de Él y para Él.
La Iglesia es la Esposa de Cristo:
Esta gráfica figura tiene sus raíces en el Antiguo Testamento, donde Dios habla de Israel como esposa (Is. 54:5-8; 62:5). Lamentablemente, Israel demostró ser una esposa infiel (Jer. 3; Ez. 16). Jesús empleó esa metáfora para referirse a sí mismo como el esposo cuya presencia en medio de los invitados de la boda hacía inapropiado el ayuno (Mr. 2:18-20). Cristo personifica el amor conyugal de Dios para la Iglesia, expresado supremamente en su sacrificio por ella, para que la Iglesia fuera presentada a su esposo celestial como una iglesia radiante, sin mancha ni arruga, ni ninguna otra imperfección, sino santa e intachable (Ef. 5:27). Así prevé Juan el destino de la Iglesia: ya ha llegado el día de las bodas del Cordero. Su novia se ha preparado; la culminación de su profecía revela la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, procedente de Dios, preparada como una novia hermosamente vestida para su prometido (Ap. 19:7; 21:2).
Esta figura subraya que la relación de Dios con su pueblo es la de un amor incondicional. Nos ha elegido y nos ha redimido porque nos ama; somos los objetos de su amor eterno. Esta metáfora también nos confronta con nuestra responsabilidad de ser dedicados en nuestra devoción y gratitud a Dios y de reconocer la gravedad de dar nuestro afecto y lealtad a otras cosas, como por ejemplo a nuestras propias ambiciones e intereses. El amor de Dios es tan profundo que no puede tolerar afectos rivales.
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